DIA
DE LA PATRIA
El
aroma del café hace travesuras por el patio reviviendo lo que toca con su
aliento. Mi madre, otra vez, extiende su brazo, y yo bebo de su mano la ternura
de aquel gesto. La casa vuelve a mí como un día de lluvia: las ventanas siguen abiertas
a los cuatro vientos; las puertas gritan de euforia por mi retorno, y mi camisa
empieza a empaparse, mientras celebro en su pecho la fiesta de su maternidad la
alegría de haber nacido, la belleza de estar vivo. ¿Estás ahí? -Pregunta la madre-, que no se cansa de ser
madre, como no se cansa de repartir entre muchos cariños, panes, bendiciones porque
sólo sabe dar. Es su fe, su mandamiento, su ley de vida. ¿Estás ahí? Me susurra en el oído y me acerca
el vaso de su risa una vez más.
La
madre viene, toma mi vida como cada vida que engendrara, vuelve a la mesa… Su
resplandor tiñe la luz de la lámpara de haces dispersos entre sombras; se
sienta conmigo mientras seca sus manos, manos que conocen la entraña del agua y
del barro mojado como la palabra simple, moja con una sonrisa mis labios mientras su
presencia se hace cierta, se hace grande, se mueve como la brisa por toda la
casa; late como la flor temprana, que no sabe que es flor, pero es bella, que
le extiendo en diciembre. La madre, a
veces triste, me sirve un plato de arroz triste, y yo devoro, en el recuerdo,
cada uno de los granos, espulgando los churúes de mi
infancia. Cada cucharada es salada por la tristeza de la casa y un vaso
melancólico me seca la pesadumbre agolpada en la garganta.
Ella
me lanza desde el fondo de la risa su alegría decantada, feliz de tenerme en
casa, orgullosa del amor que compartimos en viejas anécdotas, repetidas,
siempre nuevas. Yo la miro con la ceguera de quien ve, a través de las cosas, y
la adivino linda debajo de sus canas, detrás de cada arruga, vigente en su
consejo.
¿Estás
ahí?- Me indaga con esa voz gastada- y
me devuelve, con su tierna ancianidad a la mesa, al plato solitario, a la sed
del vaso a media asta, al pie descalzo de la infancia, de la rodilla rota, el
pie lacerado y el pantalón recosido. ¿Estás ahí?- Me interroga-, con un eco
alucinante mientras raciona los platos en la cocina, y el niño, que todavía soy,
busca su aroma en el aire, y los besos vuelan, buscando la estrella de su frente,
la flor ruborizada de su mejilla…
Se
me ha muerto la mujer de mi vida, hoy que es el día de la Patria, que la
nombrará más que a la Patria misma, y la he sepultado debajo de este calendario,
sin flores que se pudren ni recuerdos que se cristalizan… Se me ha ido, se me fue mientras la resucitaba, cuando mi boca se
desbordaba en suspiros. Se fue sin dolor,
por eso no hay queja en los guiños que me dan los días que me quedan, que me
quitan, que ahora sobran. Era mujer por
engendradora. Mujer por coraje, es
decir, mujer dos veces…
Me
perdí en su matriz, en la frescura de sus ovarios, ora marchitos. Fui uno solo de sus hijos, diez veces
repetido, y a veces su padre fui. Pero eso es intrascendencia y vinagre. Su
ausencia se queja en cada sorbo de café, vino o cerveza. Coño estoy triste y ni siquiera es porque
ella no está. Se trata de que yo, ya no soy yo, me he vuelto invisible, no
estoy cuando estoy, y devuelvo los buenos días por inercia. Un gallo viejo me despierta cada mañana y en su canto granuloso me recuerda mi propia
decrepitud…
¿Estás
ahí? … de que se puede jactar esa
pequeña muerte inútil, no puede deshacer la vida que nos diste: pedazo de agonía
hecha pedazos, por ese coraje que te trajo al mundo, en la respiración de cada hijo oriundo de tu útero.
¡Está
aquí! porque se sabe querida, única, irrepetible, como suele ocurrir con cada
madre, que reta al frío, la mudez y al desamparo.
Hoy
volveremos a cantar el sagrado himno maternal de tu soberanía.
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