Elogio del vendedor de raspao
Nuestro país sería un paisaje triste, gris y sin sabor si
las plazas, las ferias, las manifestaciones de los compañeros de la Suntrac,
las esquina de barrio, los sepelios, no se dejaran alumbrar por el resplandor
de ese este sólido geométrico de cristal, es decir, el hielo de las carretillas
del raspao.
Le acompaña, fiel compañía, las botellas de siropes y la
infaltable leche condensada y la miel de caña con la que se adorna. Este
caballero de la risa y del cristal de estrellas, mejor digo: el vendedor de
raspao.
El hombre bajo el sombrero, se desliza desde temprano, por
eso que se llama vida, para preparar sus aparejos. Limpia los surtidores,
prepara las mezclas de sabores, agua, azúcar, esencias… afila a conciencia la
cuchilla del ‘cepillo’ que vendrá a ser una extensión de su mano, de su brazo
de hombre ‘esforzado y valiente’, y más que eso, extensión de su vida, que
entrega en cada vasito en forma de cono con aquellos, ya tradicionales dibujos
de naranjas…
Es un oficio solitario, acudido por una campana vocinglera,
que ni siquiera tiene que cantar para venderse. Como las hormigas al azúcar
acuden los sedientos, perseguidos por el sol del mediodía. Un raspao es una
aventura para los sentidos. Lo que te ofrece ‘El Señor de los Raspaos’ es una
experiencia de vida. Aparte del hielo ofrece: primero, el sonido del cepillo
cortando el hielo, eso es para el oído; segundo, la sensación de frío en la
mano, eso es para el tacto; la fiesta de esa ‘instalación’, obra de arte
ambulante, que es la carretilla, eso es para la vista; en cuarto lugar, los
vapores que flotan en el aire, eso es para el olfato; y, por último, el
instante de eternidad a la hora de disfrutar los ácidos y los dulces de la
mezcla que elegimos, eso es para el gusto. Propios y extraños hechizados por la
magia simple de un hombre sencillo. El sol aprieta, el hielo se va reduciendo
como la jornada laboral y ahí está, cansancio y sudor, el hombre con la piel
curtida, como un jornalero, con la sonrisa, dolorosa a veces, pero siempre
invicta.
El raspadero no pregona, no tiene pregón, he ahí la
heroicidad de lo que entrega. Vende algo que no alimenta, pero hace feliz a
mucha gente, comparte con calidez un momento de frío, que te congela los
labios, la lengua, pero en realidad le está hablando al alma. Consumir un
sabroso raspao es ganarle territorio al olvido, pues quien no se da un viaje a
la infancia cuando tienes necesidad de cambiar el vaso de mano, porque el frío
es muy intenso. Desde la circunferencia del vaso, donde está el dibujo de las
naranjitas, al vértice el raspao, el artífice del mismo, es un sobreviviente
victorioso de cualquier escena del teatro de la vida cotidiana. ¿O no?