viernes, 24 de octubre de 2014

ELOGIO DEL VENDEDOR DE RASPAO


Nuestro país sería un paisaje triste, gris y sin sabor si las plazas, las ferias, las manifestaciones de los compañeros  de la Suntrac, las esquina de barrio, los sepelios no se dejaran alumbrar por el resplandor de ese este sólido geométrico de cristal, es decir el hielo, de las carretillas del raspao.
Le acompaña, fiel compañía,  las botellas de siropes y la infaltable leche condensada y la miel de caña con la que se adorna. Este caballero de la risa y del cristal de estrellas, mejor digo el vendedor de raspao.
El hombre bajo el sombrero, se desliza desde temprano, por eso que se llama vida, para preparar sus aparejos. Limpia los surtidores, prepara las mezclas de sabores, agua, azúcar, esencias… afila a conciencia la cuchilla del “cepillo” que vendrá a ser una extensión  de su mano, de su brazo de hombre “esforzado y valiente”, y más que eso, extensión de su vida, que entrega en cada vasito  en forma de cono con aquellos, ya tradicionales dibujos de naranjas…
Es un oficio solitario, acudido por una campana vocinglera, que ni siquiera tiene que cantar para venderse. Como las hormigas al azúcar acuden los sedientos, perseguidos por el sol del mediodía.
Un raspao es una aventura para los sentidos. Lo que te ofrece El Señor de los Raspaos es una experiencia de vida. Aparte del hielo ofrece: Primero el sonido del cepillo cortando el hielo, eso es para el oído; segundo, la sensación de frío en la mano, eso es para el tacto; la fiesta de esa “instalación”, obra de arte ambulante, que es la carretilla, eso es para la vista; en  cuarto lugar los vapores que flotan en el aire, eso es para el olfato y, por último, el instante de eternidad a la hora de disfrutar los ácidos y los dulces de la mezcla que elegimos, eso es para el gusto. Propios y extraños hechizados por la magia simple de un hombre sencillo.
El sol aprieta, el hielo se va reduciendo como la jornada laboral y ahí está, cansancio y sudor el hombre con la piel curtida, como un jornalero, con la sonrisa, dolorosa a veces, casi siempre invicta. El raspadero no pregona, no tiene pregón, he ahí la heroicidad de lo que entrega. Vende algo que no alimenta, pero  hace feliz a mucha gente, comparte con calidez un momento de frío, que te congela los labios, la lengua, pero en realidad le está hablando al alma. Consumir un sabroso raspao es ganarle territorio al olvido, pues quien no se da un viaje a la infancia cuando tienes necesidad de cambiar el vaso de mano, porque el frio es muy intenso. Desde la circunferencia del vaso, donde está el dibujo de las naranjitas, al vértice el raspao, el artífice del mismo, es un sobreviviente victorioso de cualquier escena del teatro de la vida cotidiana. O no?


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