Todos tenemos historias que contar. Eso
es posible porque vivimos en un mundo, un país cuyos personajes y situaciones
son de fábula; a veces de terror, otras de comedia, pero al final del día
tejemos una entramado , que sin mayor trámite nos puede dejar colgados de la
vigilia, mientras llenamos un valle de lágrimas o irnos al sueño con una
sonrisa, casi mueca, si estuviéramos despiertos para “La última hora”.
Escribir, escribir cuentos con el tiempo
se ha convertido, más que en una actividad que realizan elegidos de la lengua,
en un afán de muchísimas personas. Eso habla bien de estas, pues se adquiere un
compromiso con la lectura, en primera instancia, y con la escritura como
consecuencia.
Es cierto que no todos esos productos
finales conocerán el perfume de las imprentas… Afortunadamente, están las
impresoras que les permitirán a los más arriesgados hacer tirajes mínimos para
satisfacer al Pedro Rivera o al Carlos Winter que llevan dentro. Esas ediciones “príncipes” justificarán el
intento. No se apene. Pues a amar se aprende amando como dice la canción, y a
escribir se aprende leyendo. Es por ello que Quiroga en su decálogo del
perfecto cuentista dice: “Cree en el maestro” y luego enumera lecturas
obligadas: Poe, Kipling, Maupassant, Chejov. A propósito dijo alguna vez
Hemingway que uno debe escribir más con el borrador que con la punta del lápiz,
(traducción: usar más delet o supr que el resto de las teclas). Esto sería, una
vez más, el principio. Las pausas serán necesarias
si decidiéramos de plano enmarañarnos con personajes, diálogos, descripciones.
No olvidar que cuando jugamos con palabras y páginas en blanco, estamos creando
una obra de arte. Si no lo miramos de esta manera, claudicaremos frente a la
ceguera, pupila blanca del monitor.
Huidobro en su Altazor dejó la
instrucción: “Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas! Hacedla florecer en el
poema. Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra. El adjetivo, cuando no da vida, mata”.
Cuidemos el uso de los gerundios y alerta con las cacofonías. Borges en su infinita clarividencia también
nos heredó la siguiente instrucción: El primero que comparó a una mujer con una
flor era un poeta; el segundo un imbécil; el tercero un genio. Aprendamos a
oscilar.
Arranquemos, pues, con nuestra primera
línea sin olvidar la máxima del maestro: “A buen principio no hay mal fin”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario