martes, 17 de junio de 2014

BUEN PRINCIPIO

Todos tenemos historias que contar. Eso es posible porque vivimos en un mundo, un país cuyos personajes y situaciones son de fábula; a veces de terror, otras de comedia, pero al final del día tejemos una entramado , que sin mayor trámite nos puede dejar colgados de la vigilia, mientras llenamos un valle de lágrimas o irnos al sueño con una sonrisa, casi mueca, si estuviéramos despiertos para “La última hora”.
Escribir, escribir cuentos con el tiempo se ha convertido, más que en una actividad que realizan elegidos de la lengua, en un afán de muchísimas personas. Eso habla bien de estas, pues se adquiere un compromiso con la lectura, en primera instancia, y con la escritura como consecuencia.
Es cierto que no todos esos productos finales conocerán el perfume de las imprentas… Afortunadamente, están las impresoras que les permitirán a los más arriesgados hacer tirajes mínimos para satisfacer al Pedro Rivera o al Carlos Winter que llevan dentro.  Esas ediciones “príncipes” justificarán el intento. No se apene. Pues a amar se aprende amando como dice la canción, y a escribir se aprende leyendo. Es por ello que Quiroga en su decálogo del perfecto cuentista dice: “Cree en el maestro” y luego enumera lecturas obligadas: Poe, Kipling, Maupassant, Chejov. A propósito dijo alguna vez Hemingway que uno debe escribir más con el borrador que con la punta del lápiz, (traducción: usar más delet o supr que el resto de las teclas). Esto sería, una vez más, el principio.  Las pausas serán necesarias si decidiéramos de plano enmarañarnos con personajes, diálogos, descripciones. No olvidar que cuando jugamos con palabras y páginas en blanco, estamos creando una obra de arte. Si no lo miramos de esta manera, claudicaremos frente a la ceguera, pupila blanca del monitor.
Huidobro en su Altazor dejó la instrucción: “Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas! Hacedla florecer en el poema. Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra.  El adjetivo, cuando no da vida, mata”. Cuidemos el uso de los gerundios y alerta con las cacofonías.  Borges en su infinita clarividencia también nos heredó la siguiente instrucción: El primero que comparó a una mujer con una flor era un poeta; el segundo un imbécil; el tercero un genio. Aprendamos a oscilar.

Arranquemos, pues, con nuestra primera línea sin olvidar la máxima del maestro: “A buen principio no hay mal fin”.

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